Los cinco libros de Ariadna by Ramón J. Sender

Los cinco libros de Ariadna by Ramón J. Sender

autor:Ramón J. Sender [Sender, Ramón J.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1957-01-01T05:00:00+00:00


* * *

El recuerdo de aquel triste episodio me fatiga y callo por algunos momentos. La asamblea de la OMECC me ha escuchado en silencio. Veo que el búho vuelve a cruzar la sala, pero esta vez de abajo arriba. El esfuerzo es mayor y se oye el roce de las plumas remeras en el aire. Un rumor delicado. Por fin llega a una de las vidrieras del domo y se posa allí.

En la pantalla que hay al fondo del estrado aparece la imagen del adalid un poco desvaída porque hay demasiada luz. Oigo a mi derecha a alguien que dice a su vecino, parpadeando nerviosamente:

—Ahí está. Mírelo, mírelo usted al adalid. Se ha colgado unos azabaches en la oreja y juega con ellos. Su boca parece un buzón. Dicen que no tiene intestinos.

Es posible que el llamado adalid haya reabsorbido sus intestinos —o estén atrofiados— puesto que lleva muchos años sin usarlos. El presidente golpea la mesa con su martillo. Yo miro a Ariadna, que tiene ahora el rostro descubierto y escucha, benévola.

Mi batallón creció poco a poco hasta convertirse en una brigada con sus servicios técnicos, su artillería y hasta algunos tanques. Como fuerza de reserva, nos tenían allí para llevarnos al lugar de aquel sector donde hiciéramos más falta. Los mandos superiores procedían conmigo de un modo que todavía hoy no acabo de entender.

Me llevaron con mi gente a Hijares, que como digo estaba en manos de los internacionales. Los internacionales daban a los frentes de la guerra española un carácter peculiar. No había en ellos la disposición orgiástica de los españoles. Hacían su parte en la guerra seria y diligentemente. Algunos, cuando estaban fuera de servicio, bebían y se emborrachaban. Sus borracheras eran sentimentales y no en relación con sus países, sino con España. En general estaban demasiado encuadrados sin embargo para permitirse excesos de alegría —encuadrados políticamente por los moscularis.

Para mí no era novedad el tenerlos cerca. Yo tenía la misma impresión que en Pinarel cuando me encontraba en el bosque, antes de la guerra, con franceses, alemanes o americanos.

Como suele suceder había de todo. Conocí a un yugoeslavo que se llamaba Cyril. Tenía una expresión borrosa y pesada y parecía asustado por lo que veía y deseando marcharse. Lo estimaba yo mucho porque me ayudaba a identificar las abejas que ocasionalmente se acercaban al puesto de mando. Yo seguía con la manía de las abejas y algunos días las observaba. Al principio Cyril no comprendía aquello, pero acabó por encontrar mi manía interesante y pintaba las alas de las abejas con un cepillito que iba pegado al tapón de un pequeñísimo frasco de azul de metileno. A veces anduvo una milla para ver si lo que había dicho la abeja —según mis observaciones— era verdad. Al ver que sí, me miraba Cyril, asombrado.

Allí donde había tantos internacionales heroicos, Cyril tenía miedo. Tenía miedo Cyril, y quería marcharse, salir de allí a toda costa. Poco después lo consiguió. Hasta que se fue me ayudó mucho con las abejas y además me guardó el secreto, lo que era importante.



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